Desarrollo de la autoestima y filosofía para niños


Juan Carlos Lago Bornstein[1]
«Ama a tu Prójimo como a ti mismo»
            También se podría formular este mandamiento  con un estilo más kantiano, «trata al prójimo como quisieras que el prójimo te tratara a ti». Ambas formulaciones recogen lo que ha sido, con toda probabilidad, el mensaje más difundido por la «moral» occidental. Mensaje que, con distintos barnices, se da en las éticas de la solidaridad y del compromiso, en las éticas de la renuncia y el sacrificio, de la compasión y  la caridad, etc. En todas ellas se defiende la necesidad de un respeto, de una consideración hacia los demás incluso por encima de uno mismo.
            La educación, desde esta óptica, tiene como principal objetivo el trasmitir y difundir tal mensaje, lograr que el hombre de mañana sea solidario, sea compasivo, sea caritativo, etc.
            Pero en todos estos planteamientos hay una gran víctima, se produce un tremendo descuido: se han olvidado de la persona misma, del «yo» o «sí-mismo». Para lograr hacer efectivo el mensaje de caridad, respeto, solidaridad, compromiso, etc., se exige a la persona que renuncie a lo más precioso, a lo más esencial que posee: su propia identidad, su mismidad.
            Por ello es necesario realizar una inversión fundamental en la formulación del mensaje, debe comprenderse que sólo desde la auténtica realización de uno mismo podemos llegar a ofrecer algo a los demás. De ahí que prefiera decir «Amate a ti mismo como amas a los demás y tratate a ti mismo como quieres que los demás te traten». Sólo desde esta postura, sólo desde la afirmación del yo podemos luchar y defender con autenticidad un nosotros. En este sentido, recuerdo una anécdota acerca de un jeque tribal que se autoproclamaba «principe de los creyentes» quien, cuando las autoridades coloniales británicas le preguntaron por qué estaba tan seguro de su legitimidad, contestó que si él mismo no estaba convencido de su propio valor cómo iba a esperar convencer a los demás. He aquí la clave de la cuestión.
            Ahora bien, en la realización o en la dotación de sentido del yo o del sí-mismo debemos considerar que elementos entran en juego, que condiciones hay que desarrollar y, desde tal reconoci­miento, elaborar o proponer un programa o método que facilite o ayude en tal labor.
            De la serie de elementos que se pueden reseñar me gustaría llamar la atención sobre uno en concreto, que, siendo bastante conocido, está mal estudiado, y en cuyo desarrollo y fortaleci­miento hay grandes lagunas. Nos estamos refiriendo, obvia­mente, al sentimiento o capacidad de la Autoes­tima.
            Puede parecer que el concepto de autoestima no debe plantear problema alguno, que todo el mundo debería entender a qué nos referimos cuando hablamos de autoestima, de confianza en sí mismo, de Autoaprobación, etc. Ahora bien, a la hora de la verdad, se percibe una cierta confusión con respecto a tales conceptos o en relación a su ámbito propio de referencia y al valor, ya sea positivo o negativo, que los caracteriza.
            En concreto hay una clara penuria en cuanto a estudios, proyectos y programas educativos que tengan como principal objetivo el potenciar el desarrollo de la confianza del niño en sí mismo, en aumentar y fortalecer su nivel de autoestima. Tampoco vemos que por parte de las autoridades educativas se tomen medidas o se favorez­can iniciativas con este mismo fin. Sin embargo, como bien dice Federico Valls Fernández, «parece existir una mayoría de estudios que demuestran una significativa cor­relación entre autoconcepto o autoestima y rendimiento escolar. Existen in­dudablemente excep­ciones (Lewis, 1972 y Willins, 1973) pero que parecen confirmar la regla. Entre los estudios más conocidos que han intentado demostrar esta correlación hay que citar el de Brookover que ha estudiado durante varios años (del 62 al 68), bajo los auspicios del U.S. Office of Education, la relación entre el autoconcepto de capacidad o aptitud y el rendimiento escolar. En él se demostró la existencia de una correlación significativa entre ambas variables. A parecidas conclusiones han llegado los estudios de Bledsoe (1964), Bodwin (1957), Irwin (1967), Kohr (1967), etc.»[1]
            En el presente trabajo intentamos aclarar, justamente, tales temas. Partiendo de lo que entiendo por autoestima, de sus prin­cipales características, y de las implicaciones que tiene en el mundo educat­ivo y propondre un programa determinado, el método de Filosofía para Niños de Matthew Lipman, al cual considero útil y ven­tajoso para el desarrollo de la autoestima. Por tanto, tras determinar y concretar cuales son los aspectos fundamentales que debe desarrollarse para favorecer la autoestima mostrare cómo el método de Matthew Lipman cumple satisfactoriamente tales con­diciones y resulta altamente beneficioso para ayudar al niño y al adolescente en su lucha por afirmarse y desarrollar su autoes­tima.
            AMATE A TI MISMO y DESARROLLA TU AUTOESTIMA.
            Cuando se habla de la autoestima se suele tener la impresión de que uno se está auto-halagando, o hablando más castizamente, piropeando. Parece, pues, que se le considera de una manera negativa, como una especie de defecto o vicio. Para algunos la autoestima podría ser identificada con la autosuficiencia o con la autoaprobación e incluso con el egoísmo. Por ello consideran que desarrollar la autoestima es tanto como favorecer la arrogan­cia, el individualismo y la falta de solidaridad o consideración hacia los demás.
            Pues bien, creo que el problema que subyace a todas estas críticas es una mala comprensión de lo que realmente significa la autoestima. Por ello el primer paso a dar será determinar con claridad qué entiendo por autoestima y marcar diáfanamente sus diferencias con respecto a términos próximos, como autoaproba­ción, egoísmo, etc.
            ¿Qué entiendo por autoestima? Veamos que nos dice al respec­to el Diccionario de Educación[1]: «Actitud valorativa hacia uno mismo. Consideración, positiva o negativa, de sí mismo.»[1]
            En este mismo sentido se expresa el anteriormente citado Valls Fernandez, para quien «la autoestima expresa siempre una evaluación, valoración personal, aprobación o desaprobación, opinión favorable o desfavorable, de satisfacción o de insatis­facción del individuo consigo mismo o con su autoconcepto.»[1]
            Por tanto, parece ser que la autoestima representa el modo en que nos vemos a nosotros mismos, refleja cómo nos valoramos o qué opinamos de nosotros mismos.
            Pero esta manera de considerarla adolece, a mi modo de ver, de una cierta pasividad e inactividad. Da la impresión de que la autoestima no es más que un sentimiento de aprobación o de rechazo, un juicio o valoración personal de nosotros mismos, que no lleva implícita una actitud de cambio, progreso o modificación del concepto de «sí mismo».
            Considero que la autoestima, por el contrario, es una actitud que está en continua evolución, en progreso o receso constante, y, por tanto, ejerciendo influencia una real y directa sobre el concepto mismo que de nosotros tenemos, sobre nuestro yo y, en definitiva, en nuestra vida.
            Por ello asumo a la opinión del psicoterapeuta Natha­niel Branden, buen conocedor del tema y de quien se dispone en cas­tellano varias obras[1], quien, con gran lucidez, sitúa en la autoestima el eje de la vida auténtica. De hecho, nuestros planteamientos con respecto al tema de la autoestima se reconocen deudores de los de N. Branden, y ello justifica que parte de nuestro trabajo se base directamente en dichas obras.. Así en su obra Cómo mejorar la autoestima nos dice: «La autoestima es la suma de la confianza y el respeto por uno mismo. Refleja el juicio implícito que cada uno hace de su habilidad para enfrentar los desafíos de la vida (para comprender y superar los problemas) y de su derecho a ser feliz (respetar y defender sus intereses y necesidades).»[1]
            O en otra de sus obras, El Respeto hacia Uno Mismo, afirma:           «La autoestima positiva significa sentirse competente para vivir y merecer la felicidad o, para expresar lo mismo de un modo un tanto diferente, ser adecuado para la vida y sus exigencias y desafíos.»[1]
            Será justamente a partir de esta definición desde donde se justificará nuestra postura a favor de una educación potenciadora del nivel de confianza del alumno, de su autoestima. Si uno de los fines de la educación, por no decir el fin fundamental, es    preparar al niño para que pueda vivir plenamente su vida, y hacerse dueño de su futuro, controlándolo y determinándo­lo, me  parece evidente que la autoestima ha de tener un puesto relevante entre los objetivos y metas que se proponga todo sistema educati­vo.
            Por ello es fundamental analizar los elementos que deter­minan un buen nivel de autoestima y comprobar en qué medida éstos pueden ser desarrollados o trabajados formalmente dentro de un espacio curricular concreto. También quisiéra hacer una adverten­cia con respecto a la terminología utilizada. Aunque no sean absolutamente idénticos, a lo largo de este trabajo me referire a la autoestima con una serie de términos similares y próximos en su ámbito semántico; así hablaremos de la confianza en uno mismo, del autorespeto, del autoconcepto, etc.. Pero antes de llevar a cabo el análisis concreto de la autoestima será conveniente diferenciarla lo más nítidamente posible de falsos conceptos e interpretaciones como pueden ser la autoaprobación o aceptación o el egoísmo.
            Aunque es bien cierto que la autoestima tiene como eje central el yo, el sí mismo, esto no significa que se produzca un rechazo de los demás. Tener autoestima no supone menospreciar a los demás, no quiere decir que se crea uno superior o mejor que los demás. La arrogancia, la desconsideración, el or

gullo, la sobre-estimación de nosotros mismos o de nuestras capacidades, lejos de ser síntoma de una buena autoestima, como suele creerse, muestran una falsa autoestima, muestran una petulancia y un narcisismo completamente contrarios al verdadero espíritu de la autoestima.

             Lo fundamental en una buena autoestima no está en la competi­ción, en el afán de superar a los demás, en ser mejor que los otros, sino, por el contrario, en conocerse uno mismo, en saber cuáles son las propias posibilidades e intentar sacar de ellas el máximo de provecho o rendimiento, en buscar la supera­ción personal.
            De ahí que Branden insista en que «es necesario distinguir el concepto de autoestima positiva del de orgullo, ya que a menudo se confunden. La autoestima, como hemos visto, atañe a la convic­ción interior de nuestra eficacia y valor fundamentales. El orgullo tiene que ver con el placer más explícitamente consciente que nos producen los logros o acciones específicas que alcan­zamos. La autoestima positiva está representada por el puedo; el orgullo, por el tengo»[1]. De alguna manera recoge la ya clásica distinción de E. Fromm entre el ser y  el tener: la verdadera esencia de la persona no debería estar marcada por las riquezas materiales, por las posesiones, sino por la riqueza espiritual, por lo que se es y no por lo que se tiene. Desgraciadamente vivimos en un mundo en que esa escala de valores está invertida, un mundo donde lo fundamental es el tener y no el ser, de ahí el dicho, «Dime cuánto tienes y te diré cuánto vales». 
            Por otro lado, hay que tener en cuenta que la autoestima no puede ser confundida con el apoyo incondicional, con la fe irracional en todo lo que uno hace o considera que es. La autoes­tima no es un sentimiento que pueda ser provocado sin base real ni justificación sólida, sino que, por el contrario, se basa en la observación de una realidad concreta, en su valoración y en­juiciamiento. En todo ello, como se verá en el próximo aparta­do, representa un papel fundamental la capacidad de razonamiento, el desarrollo cognitivo, el conocimiento racional, etc. De ahí que haya que insistir en la diferencia entre una mera aceptación de cómo uno es, sin mirar crítica y seriamente la realidad de uno mismo, y una consideración justa, reflexiva y acorde con la realidad, distinción que es la base de la autoestima.
            Por eso, ante esta situación se hace más urgente todavía, si cabe, que se plantee una correcta educación para el desarrollo de la auténtica autoestima, para que lleguemos, así, a comprender quiénes somos realmente y qué es lo valioso en cada uno de nosotros.
            CARACTERISTICAS PRINCIPALES DE LA Autoestima
            Antes de proseguir me gustaría delimitar algunos conceptos fundamental, conceptos que determinaran el valor y las caracte­rísticas que debería reunir un modelo de educación en la autoes­tima.
            En primer lugar hay que dejar sentado el carácter propiamen­te racional de la autoestima. El creer en uno mismo, el tener confianza en las propias habilidades y capacidad para desenvol­verse, no puede ser confundido con la confianza ciega, con la simple y mera aceptación y aprobación de uno. «La confianza en sí mismo es la seguridad en la fiabilidad de nuestra mente como herramienta de cognición. La confianza en sí mismo no es la convicción de que nunca podemos equivocarnos, sino la convicción de que somos capaces de pensar, de juzgar, de saber (y de co­rregir nuestros errores), de que estemos genuinamente comprometi­dos en percibir y respetar la realidad al máximo de nuestra fuerza volitiva.»[1]
            La racionalidad que debe caracterizar a la autoestima determina a su vez otro de los temas esenciales: el con­ocimiento. Para que la autoestima sea verdadera, sea positiva y no una de las falsas representaciones que acabamos de ver, debe estar fundada en el conocimiento, en el descubrimiento de nues­tras posibilidades y capacidades. Sólo si sabemos cómo somos y qué podemos hacer podremos tener un buen nivel de autoestima. Más tarde veremos como hay una estrecha relación entre el marcarse objetivos, alcanzarlos y desarrollar la con­fianza en uno mismo. Pero para que sea efectivo ese mar­carse metas debe basarse en un conocimiento lo más fidedigno posible tanto de nuestras capacida­des como de la situación y de las condiciones que determinan el momento. Por ello, nos dirá Branden que «el pilar central de una autoestima saludable es la política de vivir conscientemente (lo cual incluye racionalidad, hones­tidad e integridad). Vivir conscientemente es vivir respon­sable­mente la realidad, respetando los hechos, el conocimiento y la verdad, con la intención de generar un nivel de conocimiento apropiado a nuestras accio­nes.»[1]
            A este primer carácter, la racionalidad, se le añade toda una serie de rasgos concomitantes como concien­cia, responsabili­dad y respeto por la verdad. Veamos, pues, más detenidamente estos aspectos.
            «Hay dos palabras -manifiesta Nathaniel Branden- que descri­ben inmejorablemente lo que podemos hacer para aumentar nuestra autoestima, es decir, para generar más confianza en nosotros mismos y respetarnos más. Estas son: vivir conscientemente.»[1]
            Pero ¿qué significa vivir conscientemente?  Vivir conscien­temente significa conocer o tener presente en la «concien­cia» la realidad que nos rodea, lo que nos afecta, lo que nos está influyendo a la hora de decidir o de elegir. Significa saber cuáles son las circunstancias que rodean a nuestras acciones, cuáles son los objetivos reales que orientan las mismas, conocer qué tipos de valores y reglas subyacen a nuestro código de conducta. Desde un punto de vista práctico, sig­nifica vivir de acuerdo con aquello que vemos y creemos y con­ocemos. Por ello, si el nivel de nuestra autoestima depende del grado de conciencia con el cual dirigimos nuestra vida, es evidente que se da una estrecha relación entre la racionalidad, el conocimiento, la conciencia y, como no, la autoestima. Además, «uno de los puntos más importantes del vivir conscientemente es la independencia intelectual. Una persona no puede pensar a través de la mente de otra. Podemos aprender de los demás, pero el verdadero conoci­miento implica comprensión, y no se trata de la mera repetición o imitación. Tenemos dos alternativas: ejercitar nuestra propia mente, o delegar en otros la responsabilidad del conocimiento y la evaluación y aceptar sus veredictos de manera más o menos incondicional.»[1]En este sentido el programa de Filosofía para Niños, como posteriormente veremos, desarrolla una labor funda­mental en la elevación del grado de autoestima, pues no sólo trabaja el perfeccionamiento de las destrezas lógicas y cogniti­vas, no sólo se preocupa por mejorar el razonamiento filosófico de los niños, sino que tam­bién, y como uno de sus objetivos principales, ayuda a pensar por uno mismo, a pensar autónoma y crítica­mente.
            Ahora bien, como acabamos de ver, el nivel de autoestima no depende únicamente de aspectos teóricos derivados de la confron­tación entre cómo somos y cómo nos vemos, sino que además, y en gran medida, depende de la relación práctica que se es­tablece entre nuestros proyectos y su realización. Todo hombre dispone, con mayor o menor precisión, las líneas principales de su acción futura. Nosotros podemos, y debemos, decidir cuál será nuestro futuro, qué acciones realizaremos y qué metas nos propon­dremos. Es obvio que tanto el éxito como el fracaso de nuestras empresas y de los proyectos que nos hemos marcado van a influir directa­mente sobre el nivel de nuestra confianza, de nuestra propia estima. Cuantos más triunfos logremos a lo largo de nuestra vida más seguros estaremos de nosotros mismos y mayor confian­za tendremosa en nuestras fuerzas y capacidades. En todo ello resulta indispensable un buen conocimiento de la situación, de los elementos que están en juego, de los diversos factores y riesgos que confluyen y afectan a nuestros proyectos etc. Sólo si las metas están dentro de nuestras posibilidades, sólo si los objetivos son alcanzables, este empeño y su éxito o fracaso tendrán relevancia para el desarrollo de una buena autoestima. Parece evidente, aunque en la práctica no se vea tan claro, que sólo deberían afectarnos los fracasos de aquellos proyectos cuya efectiva realización dependiera realmente de nosotros. Recurrien­do de nuevo a Branden se puede afirmar que «sobre algunas cosas tenemos control, sobre otras no. Si me hago responsable de asuntos que están más allá de mi control, pondré en peligro mi autoestima, ya que, inevitablemente, no lograré alcanzar mis propios objetivos. Si niego mi responsabilidad en cuanto cosas que sí están bajo mi control, nuevamente pongo en peligro mi autoestima. Necesito saber la diferencia entre lo que depende de mí y lo que no. También necesito saber que soy responsable de mi actitud y mis acciones relacionadas con aquellas cosas sobre las que no tengo control, como la conducta de otras personas.»[1]
            Piénsese, por ejemplo, la cantidad de veces que se exige a los niños en el colegio algo que está por encima de sus posibili­dades y cómo cuando no pueden realizarlo adecuadamente se les hace respon­sables del consiguiente fracaso. Por eso Howard W. Hintz, en un artículo titulado Más reflexiones sobre la respon­sabilidad moral, defiende que es necesario afirmar «el principio familiar <constantemente recalcado por John Dewey> de que cada hombre es responsable de hacer la mejor elección asequible a él dentro del ámbito de sus limitaciones y capacidades.»
            Luego a la hora de determinar si una cuestión afecta a nuestra autoestima, o, en otras palabras, si quisiéramos saber si algo debe o no afectar a la confianza en uno mismo, la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿tengo yo control alguno sobre la situación? ¿O al menos está relacionado con cuestiones que dependen de mi poder de decisión, elección o simplemente de mi voluntad?   Si no es así, de nada sirve preocuparse y sentirse culpable. Si, por el contrario, dependiera de nosotros entonces repercutiría directamente sobre nuestra autoestima.
            Por ello «desde el punto de vista de la protección de la autoestima, resulta esencial distinguir entre la culpa racional y la autocondena. Por culpa racional entendemos una evaluación auténtica de alguna acción equivocada, un sentimiento genuino de arrepentimiento o remordimiento y la determinación de efectuar una mejor elección en el futuro.»[1]. La culpa racional, al igual que la fiebre con respecto a la enfermedad, funciona como una señal de alarma, nos avisa de nuestros errores y de nuestras equivoca­ciones. Si careciéramos de la capacidad de conocer nuestras faltas y de reprochárnoslas a nosotros mismos sería imposible cambiar de actitud y poder repararlas o compensarlas. La única vía para enmendarse y mejorar es reconocer los errores y defectos.
            De nuevo se realza el carácter racional y cognitivo de una buena autoestima pues, si no disponemos de una correcta infor­mación, si no somos capaces de ver y observar adecuadamente la realidad y la situación en que nos encontramos, difícilmente podremos evaluarla en su justa medida y saber si depende de nosotros o si escapa a nuestro control. Luego para poder desar­rollar esta faceta fundamental en el nivel de nuestra autoestima sería también conveniente una buena educación que desarrolle una serie de destrezas y habilidades esenciales para una buena evaluación y enjuiciamiento de las situaciones.
            Pero s

igamos adelante en el análisis de los conceptos esenciales que determinan o influyen en una buena autoestima. Hasta el momento hemos visto una serie de aspectos teóricos -la racionalidad, la cognoscibilidad, etc.- y otros de carácter más práctico -la responsabilidad, la culpabilidad, el éxito y el fracaso, etc.-  ahora vamos a tratar un tema fundamental de carácter eminentemente psicológico: la visibilidad psicológica.

Todo el mundo, sea adulto o sea niño, tiene el natural deseo de ser visto y oído, de ser escuchado y comprendido, de ser tratado adecuadamente, en definitiva de ser respetado. Pues bien, todo esto es lo que se suele entender por visibilidad psicológica. Y todos nosotros hemos padecido en mayor o menor intensidad su faceta negativa, la invisibilidad psicológica. Y cuando ésta nos afecta nuestra estima y confianza se ven fuertemente resentidas. ¿Quién, en alguna reunión de amigos, fiesta o encuentro profesio­nal, al sentir que era relegado o que no se le tenía en cuenta o, simplemente, al verse ignorado no ha sentido «que no valía nada» o «que no era nadie»?. En esos momentos, que son sin duda alguna terribles, nuestro nivel de confianza y de autoestima se halla por los suelos. No vamos a entrar aquí en posibles soluciones o recetas (ello sería más propio de un psicoterapeuta), ahora bien, sí quisiera resaltar la importancia del concepto de visibili­dad psicológica, en relación tanto a la autoestima como a su desarro­llo gracias a una buena labor educativa. Si en términos generales se puede decir que en la interacción con los demás, en el inter­cambio social y afectivo, buscamos experimentar visibilidad, esta necesidad de ser visibles será mucho más imperiosa cuando se es niño, pues es cuando estamos desarrollando nuestro sentido de la identidad personal. Luego si el colegio es uno de los marcos fundamen­tales donde se realizan esos intercambios, donde se da la inter­acción, entonces parece obvio que la educación y el modo como ésta se lleve a cabo serán deter­minantes para una buena o mala visibilidad y por ende, para un alto o bajo nivel de autoes­tima. Citando de nuevo las palabras de Brendan podemos ver como a lo largo de las sesiones de terapias consideraba el trato con los pacientes funda­mental para mejorar su autoestima, luego en el caso de la educación, el trato que reciban los alumnos será determinante para asentar su confianza y su seguridad en ellos mismos. Léase, por ejemplo, el siguiente texto sustituyendo terapia por educación y paciente por alumno y se podrá comprender la importancia de la visibilidad con respecto al tema educativo:
            «Una de las experiencias que muchas personas esperan tener en la terapia (y también fuera de ella) es la de ser visibles: ser vistas y comprendidas. Quizás se hayan sentido alienadas e invisibles desde la infancia, y ansían percibirse de una forma diferente. Respeto este deseo y comprendo su legitimidad; por ello, trato de responder apropiadamente compartiendo mis obser­vaciones con el paciente y proporcionándole una realimentación que le permita sentirse visto y oído.»[1]Posteriormente, al presentar el proyecto educativo concreto del Método de Filosofía para Niños de M. Lipman veremos como ese desarrollar y potenciar la visibilidad y la realimentación a partir de sus propios con­ocimientos  serán uno de los pilares para una educación favorece­dora de una alta autoestima.
            Por último, y antes de pasar a estudiar en concreto algunas técnicas y vías para desarrollar la confianza y la afirmación personal, me gustaría tratar otro concepto importante ligado al buen desarrollo de la autoestima: la autonomía
            No creo que sea necesario, para avanzar en nuestro estudio, llevar a cabo un análisis completo del concepto de autonomía ni de las condiciones básicas e indispensables para que ésta se dé, por el contrario, creo que basta con esbozar unas notas que permitan comprendernos y saber a qué nos referimos al hablar de autonomía.
            A grosso modo podemos caracterizarla como la capacidad tanto de pensar como de actuar por uno mismo, la posibilidad de hacerse dueño de su propia vida, de hacerse cargo de su futuro. Ser autónomo significa ser capaz de elegir por uno mismo y saber por que optamos por ellas, poder, por tanto, justificarlas y fundar­las racionalmente. Desde esta óptica, la autonomía hunde sus raíces tanto en lo teórico como en lo práctico. Ser autónomo significa fundamentar racional y conscientemente nuestras ac­ciones, significa guiarse por el conocimiento y el pensamiento crítico y autónomo.
            Por ello, la autonomía y el comportamiento autónomo serán determinantes para un buen nivel de autoestima, sobre todo porque incrementan nuestro grado de responsabilidad y de respeto por nosotros mismos al obligarnos a hacernos cargo de nuestra propia vida y del éxito o fracaso de la misma. De ahí que Dearden en su artículo Autonomía y Educación afirme que «el ejercicio de la autonomía será una considerable fuente de satisfacciones, la realización de lo que queremos o pretendemos, conforme a la descripción encarnada en la intención, es necesariamente una satisfacción y mayor será nuestra satisfacción cuanto más grande sea lo que pretendemos en nuestras realizaciones.(…). Una persona no puede ser autónoma en un grado notable sin que esa autonomía no sea parte importante de su concepto de si misma. Como tal parte será una parte importante de su dignidad, o sentido de su valor personal, y su ejercicio se afirmará como un derecho a ser respetada por los demás.»[1]
            De nuevo nos encontramos con un concepto de gran relevancia para cualquier proyecto educativo, no sólo en cuanto el contenido del mismo sino también con respecto al modo en que éste pretenda ser llevado a la práctica, su metodología. Si uno de los ejes del proyecto educativo es el alumno y se busca potenciar su capacidad de tomar decisiones, de elegir y de pensar por sí mismo, si se pretende desarrollar su iniciativa personal y su preparación para hacerse cargo por sí mismo de su vida, no sólo en teoría sino también en la práctica, en la actividad diaria y cotidiana, entonces nos encontramos ante un proyecto que favorece y potencia tanto la autono­mía del alumno como su grado de autoestima.
            Hasta el momento hemos estado reflexionando sobre una serie de conceptos y características esenciales para el desarrollo de una buena autoestima, los cuales, por otra parte, serán determi­nantes a la hora de diseñar un proyecto educativo y de llevar a cabo su programación. Estos factores dependen en su mayoría del desarrollo psicológico y cognitivo del individuo. Pero aparte de estos, podemos encontrar otros que no dependen directamente de nosotros, que tienen su origen fuera de nuestro propio ámbito de decisión. Son factores que dependen sobre todo de los demás, del mundo social con el que estamos en continua interacción, pero que influyen en gran medida sobre el nivel de nuestra autoestima. De ahí que tengan también una gran proyección sobre el mundo educa­tivo.
            En este sentido Valls Fernandez comenta que ya «Cooley y Mead pusieron de manifiesto que cada persona cree ser de una deter­minada forma mediante la percepción de las reacciones de los demás hacia nosotros mismos. Nuestro yo se constituye como un yo reflejado; somos lo que los demás piensan de nosotros y por ello nuestro yo es una «internalización» de los otros en nosotros mismos. Nos autocalificamos a nosotros mismos utilizando el juicio de los demás y por ello somos lo que creemos que los demás piensan y dicen de nosotros.»[1]Ahora bien, considerar como únicos criterios de autocalificación, o al menos como los más influyentes, a los juicios y opiniones de los demás me parece que es reducir demasiado el análisis y menospreciar parte del poder personal, del que como hemos visto, cada uno dispone a la hora de potenciar su nivel de autoestima. De ahí que considere más acertado el planteamiento de Branden, quien considera que más importante que cómo nos ven los demás es de qué manera (con­sciente y críticamente o inconsciente e irreflexivamente) asumi­mos su juicio y valoración y, sobre todo, cómo nos vemos nosotros mismos. Es cierto que «cuando somos niños, los adultos pueden alimentar o minar la confianza y el respeto por nosotros mismos, según que nos respeten, nos amen, nos valoren y nos alienten a tener fe en nosotros mismos, o no lo hagan. Pero aun en nuestros primeros años de vida nuestras elecciones y decisiones desempeñan un papel crucial en el nivel de autoestima que a la larga desar­rollaremos. Estamos lejos de ser meros receptáculos pasivos de las opiniones que los demás tengan de nosotros.» [1]Por ello será necesario que en el colegio el niño sea tratado con respeto, que sea apreciado y valorado, que se le apoye y se le respalde. Pero todo eso, con ser necesario, no es suficiente. De nada serviría todo ello si al mismo tiempo y sobre todo, no se educa al niño activa, creativa y autónomamente, si no se le ayuda a que aprenda a pensar crítica y responsablemente, a decidir y elegir por sí mismo, etc.
            La autoestima es, pues, algo personal, no directamente ni realmente evaluable por criterios externos y, aunque factores externos como el éxito o el fracaso en el trabajo o en el colegio son favorecedores de una alta o baja autoestima, sólo cuando el fracaso es directamente achacable a nosotros mismos es cuando nuestra autoestima puede peligrar. A veces es realmente difícil saber cuando uno ha fracasado o no, o bajo que criterios o patrones se va a evaluar una victoria o una derrota. Todos hemos oído hablar de las famosas victorias pírricas, ya sea en el campo de batalla ya en el mundo escolar. Y aunque nadie dude de que triunfar en la vida es importante para elevar el grado de nuestra confianza, lo que sí se convierte en más conflictivo es saber a qué llamamos triunfar. Tal vez lo más defendible sea el criterio de la felicidad. Triunfa aquel que está contento consigo mismo, aquel que vive y es feliz. Por eso «desarrollar la autoestima es desarrollar la convicción de que uno es competente para vivir y merece la felicidad, y por tanto enfrentar a la vida con mayor confianza, benevolencia y optimismo, lo cual nos ayuda a alcanzar nuestras metas y experimentar la plenitud. Desarrollar la autoes­tima es ampliar nuestra capacidad de ser felices.» [1]
            Luego, a la hora de decidir si uno ha logrado o alcanzado las metas propuestas, es decir, si uno se ha «realizado» lo verdaderamente importante será más el grado de felicidad y de verdadera autoestima que haya alcanzado. Y para ello habrá que personalizar y adaptar cada juicio a las circunstancias y a las personas y en cada caso en concreto decidir si han triunfado o no, si son felices y si se respetan y estiman a sí mismas. Este mismo criterio debe ser el que impere en el mundo de la educa­ción. De nada sirve decir que un niño no sabe matemáticas, o no sabe historia, si al mismo tiempo no se dice para que debe saber matemáticas o historia. Tampoco significa mucho el que se afirme que un niño o una niña es un inadaptado o es una rebelde. Habrá que ver cuales son las circunstancias y la situa­ción, tendremos que preguntarnos ante que es un inadaptado o frente a que se está rebelando. Siempre que oígo decir que tal chica es una inculta o que tal niño es un ignorante me viene a la memoria una historia que narraba en una de sus obras Carlos Diaz y que posteriormente me repitió, como cuento popular autóctono, un amigo keniata. Me van a permitir que les cuente la historia, pues creo que su «moraleja» es altamente instructiva.
     «Cuenta la leyenda que un sabio estaba atravesando un río africano en una balsa, conducida por un rudo nativo, cuando el sabio le preguntó:
– ¿Sabe usted física?
– No señor.
– Entonces ha desperdiciado usted un tercio de su vida.
Compadeciéndose de tan primitiva forma de existencia, el occidental le insistió;
– ¿Y sabe usted filosofía?
– No señor -replicó con calma el otro.
– Entonces ha desperdiciado usted otro tercio de su vida.
Unos minutos después, el hombre de color preguntó al sabio;
– ¿Sabe usted nadar?
– No.
– Entonces va a perder usted toda su vida, porque nos estamos hundiendo.
            De nuevo nos surge, pues, el tema de la adecuación entre objetivos, metas y posibilidades. Es obvio, como ya comentamos reiteradamente, que a la hora de enjuiciar el éxito de una empresa o de unos estudios debemos tener muy en cuenta la capacidad para realizarlos.
¿COMO PODEMOS FAVORECER EL NIVEL DE NUESTRA AUTOESTIMA?
            A mediados de los años sesenta ya Coopersmith trabajó duramente para buscar mecanismos que posibilitaran la elevación de la autoestima y para diseñar estrategias conducentes a desar­rollar ya desde niño una educación de la autoestima y de la seguridad en sí mismo. Así estableció cuatro condiciones que normalmente se daban en niños de elevada autoestima, deduciendo, pues, que era en esas condiciones y en mejorarlas y potenciarlas en donde debía centrarse su proyecto. Podemos resumir estas cuatro condiciones en:
            1. El niño que goza de una alta autoestima suele ver recono­cidos y aceptados sus pensamientos, opiniones y sentimientos. Luego la aceptación del alumno por parte del profesor, el recono­cimiento del valor de sus pensamientos, de sus emociones o simplemente de sus opiniones se constituye como esencial. También es fundamental que se dé un reconocimiento de las capacidades, posibilidades y limitaciones del niño. Recuérdese lo comentado acerca de la adecuación de objetivos y metas a las posibilidades. Pero no se trata únicamente de reconocer sus capacidades destre­zas, tampoco es suficiente admitir que es capaz de pensar por sí mismo o de tener opiniones propias y bien fundadas, es necesario asimismo que se le permita ejercer esas destreza y capacida­des, hay que establecer vías y canales de expresión y de desen­volvi­miento de las mismas.
            2. El niño, como el adulto, tiene que vivir en sociedad, e decir, opera en un contexto de límites bien definidos y firmes, los cuales, aunque puedan ser justos, razonables, deben ser, sobre todo, comprendidos y negociados. Luego debe tenerse o desarrollarse una confianza en el alumno. Lo cual se sigue, además, de lo establecido en el punto anterior (Reconocimiento de las capacidades, posibilidades y limitaciones del niño.) Confian­za, pues, en que el alumno es capaz de tomar sus propias decisio­nes, en que es capaz de llevar a cabo elecciones adecuadas y de regirse por normas y reglas entre todos acordadas. En otras palabras, se debe ejercer la autoridad, no el autoritarismo. Se es­tablecen las reglas por compromiso. Esta actitud puede ser entendida como negociación de las normas o reglas fundamentales que rigen la escuela. Compromiso y negociación en la regulación de los distintos ámbitos de la escuela, de los diversos momentos o tiempos y de la variedad de medios y ac­tividades que allí se pueden realizar. Todo este com­promiso o contrato escolar entre todos los miembros implicados, alumnos y profeso­res será sobre todo efectivo cuando sea cumplido justa y equitativa­mente por todos y cada uno de los comprometidos (alumnos o profesores­). Por tanto, mayor será la autoestima cuanto mayor sea la confianza depositada en ellos.
            3. El niño con una buena autoestima siente y percibe su propia dignidad de ser humano, de persona. No es considerado ni se considera como proyecto todavía no realizado de persona, sino que, como todos, adultos o niños, se siente persona que está en continuo cambio y maduración. Los padres y maestros que se toman en serio las necesidades y deseos de los niños y que se muestran dispuestos a negociar las reglas, tanto en la familia como en la escuela (tal y como vimos en el punto anterior) son los que normalmente generan un alto índice de autoestima. Y por último, el propio clima de estima y confianza es lo más beneficioso para potenciar mayores niveles de confianza y de autoestima. Suelen ser los propios padres y maestros que disfrutan de un alto nivel de autoestima los que generan un ambiente y una situación propi­cia a la misma. «Cuanta más alta sea nuestra estima -nos dice Branden-, más inclinados estaremos a tratar a los demás con respeto, benevolencia y buena voluntad, ya que no los percibire­mos como amenaza, no nos sentiremos ‘extraños y asustados en un mundo que nunca hicimos’ (citando el poema de A.E. Housman), y porque el respeto por uno mismo es la base del respeto por los demás.»[1]Estimulación, motivación y apoyo del alumno por parte del profesor y de los demás compañeros serán elementos clave para lograr una autoestima positiva. Lo cual supone, a su vez, el respeto y justa comprensión tanto del éxito como del fracaso. «Una de las mejores formas en que tanto los padres como los maestros pueden sentar las bases para el desarro­llo de una sana autoestima en los niños consiste en aceptar como natural y normal el proceso de cometer errores. Con o sin el apoyo de los adul­tos, cuando un individuo de cualquier edad adquiere una perspec­tiva racional de los errores -que le permite equivocarse sin autocon­dena punitiva- la autoestima madura y prospera.»[1]
            Tema éste de la autocorrección y del error de gran importan­cia, pues muchas de las intransigencias y de las negativas a reconocer nuestros errores tienen su origen en una falta de mecanismos autocorrectores y en la ausencia de un hábito de autosincerarnos y de mirar nuestras experiencias lo más objetiva­mente posible. A su vez este

tema está ligado al de la mentira como mecanismo social de adaptación y supervivencia, mecanismo que en realidad es falso y perjudicial, y que, desgraciadamente, se desarrolla y fomenta desde las mismas escuelas e instituciones educativas.

            Me van a permitir que de nuevo cuente una anécdota, esta vez más personal. Fue algo que me ocurrió poco antes de dar mi primera lección de Filosofía, en una Escuela de Magisterio. Andaba yo, como es natural, un poco asustado con aquello de tener que enfrentarme a treinta o cuarenta jóvenes. Sobre todo me preocupaba que me preguntaran algo que yo no supiera o pudiera responder. Así es que, ni corto ni perezoso, me dirigí a un conocido, catedrático de Filosofía, para pedirle consejo y su respuesta fue clara y tajante: «Nunca digas que no sabes algo, divaga, vete por las ramas y, en último caso, si no puedes hacer otra cosa, MIENTE». Está claro que como consejo pedagógico es de lo más apropiado. A Dios gracias no se me han presentado muchas ocasiones de ponerlo en práctica, y no porque mi saber sea universal, sino más bien porque el alumnado español, o al menos el que yo conozco, padece una muditis aguda y rara vez se arries­ga a preguntar. Pero volvamos al tema.
            Como bien comenta Branden ya desde «una etapa muy temprana de la vida, se nos enseña a dar prioridad a las señales externas sobre las internas, a respetar la voz de los demás antes que la voz del sí-mismo. Un «buen» niño es el que «se preocupa» por sus mayores, el que «se porta bien». Se nos enseña a identificar la virtud con la complacencia de los deseos y expectativas de otros. Se nos enseña la obediencia como el precio del amor y la acep­tación. Se nos dice -algunas veces de forma explícita, otras de forma implícita-, a través de una gran variedad de fuentes, que el sí-mismo es pecado, o insignificante, o despreciable, o algo que debe ser reprimido y suprimido, algo mezquino en el gran esquema de las cosas, o apenas una ilusión, (…). Muy pocas fuerzas dentro de nuestra cultura estimulan de forma activa la autonomía intelectual o moral. El objetivo más común de los padres y maestros es la adaptación social.
            Por lo general las escuelas son lugares donde los niños, más que aprender a pensar, aprender a respetar las reglas.»[1]  Y si para respetar las reglas debemos mentir, engañar y ocultar la verdad pues mintamos, engañemos y ocultemos la verdad. Esta es, sin duda alguna, una de las primeras lecciones, y tal vez la más dura y desorientadora, que aprendemos de los adultos. Es difícil que un niño llegue a explicarse y comprender cómo los adultos pueden afirmar que mentir está mal, que engañar es incorrecto, que hay que comportarse bien, que no hay que decir palabrotas, etc.. y al mismo tiempo ver como mienten, engañan, insultan etc. Para muchos niños y adolescentes crecer viene a significar aceptar la mentira como algo normal, es decir, aceptar y admitir la falsedad y la incoherencia como un modo de vida.
             Ahora bien, si esto es así, ¿cómo se pretende que no se desarrolle en estos jovenes un sentimiento profundo de angustia, de inseguridad y de falta de confianza en ellos mismos y en los demás?, ¿no será necesario, pues, tomar cartas en el asunto y actuar efectivamente para desterrar estas actitudes viciadas y potenciar en su lugar el respeto a la verdad y el compromiso con la coherencia? 
            Pero para ello no bastarán declaraciones grandilocuentes ni floridos discursos, sino que es necesaria una labor diaria, un trabajo constante en pro de una correcta y adecuada educación, a favor de una educación para la verdad, la autonomía y la defensa de la persona. Una educación que se proponga ayudar al niño y al adolescente a desarrollar al máximo todas sus destrezas y habili­dades, ya sean lógicas y cognitivas ya conitivas, que fomente su pensamiento crítico pero responsable, que le ayude a aprender a pensar por si mismo, que le permita, en resumen, hacerse cargo de su vida y de su futuro. Todo ello, evidentemente, posibi­litará y favorecerá indiscutiblemente el desarrollo de una buena autoes­tima. 
            Dentro de este proyecto y bajo esta perspectiva un grupo de profesores y educadores estamos llevando a cabo una labor de difusión y adaptación, a los distintos niveles y ámbitos escola­res, de un método educativo especialmente diseñado para llevar las técnicas y hábitos de razonamiento y de pen­samiento crítico y autónomo propios de la filosofía al mundo infantil y juvenil.
EL PROGRAMA DE FILOSOFIA PARA NIÑOS  de Matthew Lipman.
            En primer lugar presentaré sucintamente en qué consiste este programa para posteriormente dar las razones que hacen de él un buen programa, útil y muy valioso y que aporta grandes mejoras y beneficios en la educación de la autoestima tanto en  niños como en adultos.
            En la década de los 70 nace de la mano de Matthew Lipman El Programa de Filosofía para Niños. Lipman, tras considerar las deficiencias en el ámbito cognitivo y del pensamiento con que llegaban los alumnos a la Universidad, se preguntó a qué se debían tales lagunas, tales deficiencias. Reflexionando sobre ello llegó al convencimiento de que la educación que se daba a los alumnos tendía más a enseñarles a memorizar que a ayudarles a pensar. Descubrió que tal y como estaba diseñado el curriculum se incurría en el supuesto de que el alumno aprendía  por sí mismo a reflexionar, a pensar, sin que hiciera falta que nadie le mostra­rá como hacerlo, sin que nadie le ayudase. Por ello se planteó que, si «todas las materias presuponen que los  estudiantes saben razonar, investigar y formar conceptos, pero si  los estudiantes no consiguen hacer todo esto, ¿qué puede hacer el profesor para ayudarles?»[1]
            Su respuesta fue buscar la disciplina que no sólo enseñará una serie de contenidos y conocimientos, sino que se ocupará también de desarrollar y perfeccionar las destrezas y capacidades cognitivas de los alumnos. Esta disciplina será la filosofía, pues «las técnicas para razonar, investigar y formar conceptos que la filosofía nos proporciona aportan una calidad que es indispensable para la educación y que  ninguna otra disciplina puede proporcionar.»[1]
            Por otra parte, Lipman aboga por una ampliación o extensión de  la filosofía a todos los niveles del sistema educativo. Es más, considera que la actividad filosófica ‑entendida como desarrollo de las capacidades cognitivas y del pensamiento correcto‑ no sólo puede ampliar su campo de aplicación a los primeros niveles, sino que debe ser llevada a estos niveles, «ya que las técnicas que deben utilizarse en las demás disciplinas tienen que perfecionarse con anterioridad, la filosofía tiene que dejar de ser exclusivamente una materia de los institutos y universidades  para llegar a ser también un componente de la escuela elemental; la disciplina cuyo objetivo es fomentar el pensar en las demás disciplinas.»[1]
            Pero, ¿cómo puede realizarse tal proyecto?, ¿qué propone Matthew Lipman para hacer filosofía con los niños? La principal aportación de  Lipman consiste en la elaboración de un programa que, basado en  una serie de novelas y de manuales de apoyo para el profesor, permite al mismo tiempo un desarrollo de las capaci­dades cognitivas y una reflexión seria y profunda, es decir filosófica, sobre una serie de temas y conceptos fundamentales tanto para los niños como para los adultos. Lipman elabora, pues, un método para aprender a pensar, pero sobre todo a pensar bien por sí mismo y a razonar correcta y coherentemente, tanto en su significación lógica como en su sentido ético o moral.
            La base de este método será el diálogo, la investigación en cooperación, el intercambio de ideas y de pensamientos, todo ello a partir de las sugerencias personales provocadas por la lectura de tales novelas. La meta última del programa es, además de ayudar a desarrollarse crítica y autónomamente, llegar a formar lo que Lipman llama una «comunidad de investigación», una comuni­dad de personas dedicadas a la búsqueda de la «verdad» enten­dida no como un absoluto, sino como ideal y como búsqueda de «coheren­cia» entre  el pensamiento correcto y la actuación adecuada. La «comunidad de investigación» se caracterizará, como más tarde veremos, por su intercambio, por su capacidad de comunicación, por el saber dialogar, escuchar y respetar a los demás, por compartir tanto unos valores e ideales como un método y una actitud de consideración hacia los otros y hacia a la libertad.
            Para lograr este proyecto Lipman ha creado un material concreto,  planificado y bien estructurado. El programa completo de «Filosofía para Niños» consta, por el momento, de siete novelas, y sus correspondientes manuales de apoyo, en las que los protagonistas son los propios niños y su vida desarrollada en situaciones y circunstancias cotidianas y próximas a las del mismo lector. Así, cada novela, o libro del alumno, plantea una  serie de situaciones en las que los protagonistas, los niños, tienen aproximadamente la misma edad que el lector y por lo tanto, inquietudes y problemas semejantes. Lipman, a través de estas novelas, introduce de una manera sucesiva, aunque cada novela sea monotemática y pueda ser usada independientemente, los temas, conceptos y destrezas filosóficas que deben desarrollarse.
            Todas estas novelas, que se utilizan «a modo de libro de texto», vienen con su correspondiente «manual» (de aproximada­mente 500 páginas cada uno) en los cuales el profesor  encuentra  la ayuda necesaria para poder llevar a cabo la «investigación filosófica» con sus alumnos. Así, los manuales contienen una explicación de los distintos temas y conceptos filosóficos que aparecen en la novela, una serie de cuestiones y sugerencias para entablar los debates y las discusiones, un sinfín de ejercicios y de problemas  tanto lógicos como filosóficos adaptados al nivel de los niños, para así poder aclarar mediante una labor práctica los temas, ideas y conceptos, etc.
            El procedimiento usual, pero no único ni obligatorio, consiste en leer, al comienzo de la sesión, un texto de la novela, y luego dejar que los niños hagan preguntas, ya sea sobre lo que ocurre directamente en la novela ya sobre cualquier tema que la lectura les haya sugerido. Estas preguntas constituirán el temario de discusión de unas cuantas sesiones y a través de ellas se trabajarán unas destrezas y habilidades determinadas y se aclarará una serie de conceptos. Para ello, como ya se ha dicho, el maestro cuenta con la inestimable ayuda del manual, donde encontrará ejercicios, planes de discusión y expli­cación de la mayoría de los problemas e ideas que pueden surgir por medio de las preguntas. También se recomienda anotar, en cada pregunta, al autor de la misma. Esto permite, cuando sea necesa­rio, pedir más explicaciones sobre el sentido de la misma, los hace más respon­sables a la hora de plantear cuestio­nes y potencia su nivel de confianza y estima cuando comprueban que se tienen en cuenta y se anotan sus cuestiones y que éstas son discutidas por todos en clase. Y todo ello buscando el máximo de intervención, participa­ción y actividad por parte de todos y cada uno de los miembros del grupo.
            Así pues, este programa posibilita el desarrollo de las capacidades y destrezas cognitivas, necesarias para el buen desarrollo psicológico, así como de comprensión y análisis de los problemas que presentan tanto la realidad natural como el entorno social y  familiar en que viven los niños. Así mismo, el programa dota a los niños de un vocabulario y de unos conocimientos filosóficos (adecuados obviamente a su nivel de desarrollo) que suponen un notable enriquecimiento cultural y conceptual de los mismos. Todo ello será, evidentemente, beneficioso para un alto nivel de autoestima.
LA COMUNIDAD DE INVESTIGACION COMO MARCO IDEAL DEL DESARROLLO DE LA Autoestima
            Dado las limitaciones de espacio me centraré en los aspec­tos principales y de mayor relevan­cia que la Comunidad de Investiga­ción conlleva en rela­ción con el proyecto de una educación de la autoestima. La Comunidad de Investigación se presenta al mismo tiempo como ideal que se ha de alcanzar y como medio para poder desarrollar la actividad filosófica. Es un proceso en continuo cambio y evolución en donde el individuo puede llegar a realizar­se y desarrollar unas destrezas y habilidades propias y persona­les tanto para el pensamiento como para la acción. Por ello considero que la Comunidad de Investigación es un marco inmejora­ble de desenvol­vimiento de nuestras potencialidades y de descu­brimiento de nuestro propio «yo», con lo que esto supone de elevación de nuestra confianza y autoestima. Ann M. Sharp, la más directa colaboradora de M. Lipman, en uno de sus múltiples artículos y comunicaciones, What is a «Community of Inquiry?», presenta una lista de destrezas que pueden llegar a ser desarro­lladas trabajando en una Comunidad de Investigación. En este sentido podemos apuntar algunos comportamientos que indicarían si un niño ha podido disfrutar de una experiencia en el seno de una Comunidad de Investigación: 
Aceptar con gusto correcciones de los compañeros, ser capaz de escuchar atentamente a los otros, poder revisar los propios puntos de vista a la luz de los argumentos y razonamientos de los demás, ser capaz de considerar y estudiar las ideas de los otros y de construir a partir de ellas su propio pensamiento, poder desarrollar nuestras propias ideas sin temer el rechazo o la posible incomprensión de los demás, ser fieles a nosotros mismos, aceptar y respetar los derechos de los otros a expresar sus propios puntos de vista, ser capaz de detectar asunciones subya­centes, preguntar cuestiones relevantes y buscar la coheren­cia cuando argumentamos diferentes puntos de vista, hacer paten­tes los distintos tipos de relaciones, ya sean de partes a todo ya de medios a fines, mostrar respeto por las personas de la comunidad, mostrar sensibilidad hacia el contexto cuando se discute la conducta moral, pedir o preguntar por las razones, las justifica­ciones y los criterios que se están utilizando, etc.[1]
            Como puede apreciarse, esta larga lista de actitudes y comportamientos recoge en gran parte muchos de los temas y procedimientos que hemos estado comentando a lo largo de la primera parte del trabajo. Algunos de ellos no necesitan mayor comentario, sino que bastaría con ponerlos en relación directa con alguno de los conceptos tratados (racionalidad, autonomía, conocimiento, pensamiento crítico, etc.) para comprender su importancia y el servicio tan beneficioso que podría prestar este programa. Sin embargo, sí me gustaría incidir sobre ciertos aspectos de carácter propiamente metodológico y que, según se lleven o no a la práctica, van a influir en gran medida en el  desarrollo de la autoestima. En concreto podemos centrar nuestra reflexión sobre cuatro puntos: 1) Desarrollar la confianza y el clima de mutua colaboración; 2) Fomentar la inter y auto-correc­ción; 3) Acrecentar la visibilidad psicológica y reforzar la seguridad de uno mismo mediante la realimentación; 4) Potenciar la autonomía y la capacidad de pensar por sí mismo.
DESARROLLO DE LA CONFIANZA Y DEL CLIMA DE MUTUA COLABORACION
            Al presentar de manera general en qué consistía una Comu­nidad de Investigación ya he comentado que la base tanto de ésta como de todo el método es el diálogo. El profesor debe intentar que en el diálogo se trabaje una serie de técnicas, elementos y destre­zas (coherencia, consis­tencia, objetividad, buenas razones y justificaciones, relación parte-todo, falsos y correctos silogis­mos e inferencias, etc) que determinan un buen intercambio de ideas y opiniones, favoreciendo así el establecimiento de un espíritu de dialogo. El clima que se intenta crear está, pues, caracterizado por la supremacía del respeto y la consideración hacia la comunidad, en que cada uno busque tanto una buena expresión como escuchar e intentar comprender lo mas correctamen­te que sea posible a los demás. Todo ello, interiorizado por los niños, favorece­rá a su vez un buen razonamiento, un pensamiento claro y distin­to, como diría Descartes. Por otro lado, se debe buscar un diálogo de carácter filosófico con los niños, inten­tando que sus opiniones vayan siendo poco a poco más coherentes, más sólidas, más reflexiona­das, es decir más filosóficas. Así ellos mismos irán ganando confianza y seguridad en sus propias opinio­nes e ideas, y por tanto en su capacidad de pensar y juzgar, con el consecuente aumento del nivel de autoestima. Por ello, dice Ann M. Sharp en el artículo anteriormente mencionado «el compromiso con la investigación abierta tiene lugar sólo cuando los niños, desde sus primeros años, tienen la oportunidad de practicar participa­tivamente en una Comunidad de Investiga­ción com­prome­tida con el principio de autocorrec­ción y con la tradi­ción filosófica que los seres humanos han desarrollado hasta hoy en día. Este diálogo no sólo está caracte­rizado por lo colectivo, sino también y fundamentalmente por la responsabilidad y el compromiso individual»[1]
            Otro de los elementos esenciales del método, como veremos en el siguiente apartado, es el tipo de evaluación que se emplea. Dejando de lado la evaluación del progreso tanto en las distintas clases de destrezas como en la maduración psicológica, para la cual se dispone de una amplia batería de tests, podemos decir que en principio no existe una evaluación directa y rígida de los alumnos. Ahora bien, esto no significa que no se le dé ninguna importancia. Todo lo contrario. Pero hay que ser muy cuidadoso a la hora de evaluar y de juzgar, de considerar que algo está bien hecho o dicho. Pues, como bien comenta Ronald Reed, «si queremos que un niño hable sobre lo que de veras es importante para él, no debemos ponerle en una situación en la cual él sabe que va a ser castigado por lo que pueda decir. El entorno que se debe crear no sólo se caracterizará por la ausencia de miedo. La niña debería sentir que usted está interesado por lo que ella dice y que se estima o valora su opinión. Esto no significa, evidentemente, que deban esperar que se es

té de acuerdo con todo lo que dicen. (…). El niño debe notar que está hablando con otra persona y no únicamente en una habitación con eco. Se puede estar interesado y valorar la opinión de alguien y al mismo tiempo disentir fuerte­mente de ella.»[1]

            Pero ese sentirse respaldado, ese sentirse apoyado, que consiste en saber que lo que uno dice es tomado en cuenta, que la opinión que uno se arriesga a manifestar no cae en saco roto ni tampoco entra por un oído y sale por otro, no sólo tiene impor­tancia con respecto a la actitud del adulto sino que sobre todo, adquiere su mayor relevancia cuando se logra que sea entre los propios compañeros entre quienes se adopte tal estilo de comuni­ca­ción. Los niños adquieren auto-respeto y autoestima cuando piensan que han logrado el respeto de sus compañeros. Consecuen­temente, un programa que pretenda animar a los niños a adoptar un determinado conjunto de valores, debe hacerlo trans­formando la clase en una Comunidad de Investigación, en la cual el grupo, como entidad global, lleva a cabo una investigación acerca de los problemas inherentes a los valores y alcanza la solución traba­jando en conjunto.»[1]Obviamente, el programa al que nos referi­mos es el de M. Lipman, que no sólo favorece este tipo de inter­cambios, sino que considera como lo más valioso el proceso de descubri­miento de la verdad llevado en común y compar­tiendo valores, ideas y opiniones.
FOMENTO DE LA  INTER Y AUTO-CORRECCION
            Si recordamos las consideraciones que llevamos a cabo a propósito del error y de la autocorrección podremos entender con mayor claridad por qué el programa de Lipman resulta tan benefi­cioso a la hora de desarrollar un alto grado de autoestima. Decíamos que una de las grandes lagunas que tiene la educación es la de formar a los niños en las técnicas de la autocorrección y de la autoevaluación, y que sin estos mecanismos dificilmente podríamos hacernos justicia a nosotros mismos. Pues bien, como el propio Lipman afirma «una de las principales ventajas de conver­tir la clase en una Comunidad de Investigación (además de mejorar el clima moral de la misma), es que no sólo nos hacemos cons­cientes de nuestros propios pensamientos, sino que también comenzamos a buscar y a descubrir los procedimientos y métodos que cada uno usa e inten­tamos corregirlos. Consecuentemente, en la medida en que cada participante pueda interiorizar la metodo­logía de la comunidad, éste será capaz de autocorregir sus propios pensamientos.»[1]
POTENCIACION DE LA AUTONOMIA Y LA CAPACIDAD DE PENSAR POR SI MISMO.
            Aunque en apartados anterior se haya afirmado la absoluta importancia del proceso comunitario de construcción del cono­cimiento, esto no supone que se produzca un abandono de la persona, de la individualidad. Todo lo contrario. Sólo desde la afirmación, contrastada y verificada por la confrontación públi­ca, de las ideas y de las opiniones de cada uno podrá la Comuni­dad de Investigación alcanzar algún conocimiento y enriqu­ecer a cada uno de sus miembros. No se pretende, pues, que todo el mundo este de acuer­do, que todo miembro de la comunidad tenga las mismas ideas. El hincapié se hace en las formas, en los procedi­mientos. «Hay, pues, una evidente preocupación en el grupo, no sólo por los procedimientos lógicos, sino también por el desarro­llo y el crecimiento de cada miembro de la comunidad. Esta preocupación supone la predisposición a estar abierto a las sugerencias de los demás y a cambiar nuestros propios puntos de vista y prioridades sí así ayudamos a los demás. En sentido propio, preocuparse significa tener buena voluntad para cambiar o verse afectado por lo que los demás digan. Esta preocupación es esencial para que se dé el diálogo. Pero también es esencial para que se desarrolle la confianza. (…) La confianza, por otra parte, es una con­dición previa para el desarrollo de la autonomía y de la autoestima de cada uno de los miembros participantes.»[1]
            Sin embargo hay que insistir en que el hecho de estar abierto a los demás, de aceptar sus críticas y sugerencias, de preocuparse por el grupo, no significa que se renuncie a la propia identidad y al derecho a pensar por sí mismo y autónoma­mente. Muy al contrario, el participar en una Comunidad de Investigación y poder disponer de un espejo donde ver reflejados nuestros argumen­tos o de múltiples ojos que van a observar y comprobar hasta el último detalle nuestras opiniones nos permiti­rá desechar las opiniones injus­tificadas, sin fundamento e inestables, saliendo al final for­talecidos y más seguros de nuestras ideas. Por otro lado, las opiniones, ideas y pensamien­tos de los demás miembros de la comunidad, lejos de ser un estorbo, enriquecen nuestros con­ocimientos y ofrecen más puntos de vista desde los cuales con­siderar e inter­pretar la realidad.
ACRECENTAMIENTO DE  LA VISIBILIDAD PSICOLOGICA Y EL REFORZAMIENTO MEDIANTE LA REALIMENTACION.
            Parece obvio, por las reflexiones que acabamos de realizar, que no se pueda dudar de las ventajas que el programa de Filoso­fía para Niños reporta a cada miembro de la comunidad, sobre todo a la hora de afirmar su identidad y de potenciar su visibi­lidad. Esto es algo que cualquiera que ha vivido una experiencia de este tipo puede confirmar. No nos extraña, pues, que Ann M. Sharp afirme que cuando se observa una Comunidad de Investigación «lo que se observa es una comunidad en la cual las opiniones indivi­duales se intercam­bian y sirven de fuente para subsiguien­tes investigaciones. Los participantes tienen así la posibilidad de estar absolutamente presentes (visibles) para los demás, de tal manera que el sentido global y la viabilidad o responsabili­dad del diálogo es compar­tida.»[1]
            Por otra parte, la posibilidad de reutilizar y hacer uso de sus propios conocimientos, adquiridos en los distintos ámbitos en que se desenvuelve (familia, grupo de iguales, escuela, etc.) a lo largo de las discusiones o en los ejercicios facilita una mayor comprensión de los mismos, un reforzamiento tanto de sus conocimientos como de él mismo como poseedor de conocimientos.
Esto, por tanto, favorecerá su capacidad de intervención y su seguridad al hacerlo, con lo cual también su visibilidad y su autoestima se verán acrecentadas.
            En este sentido me gustaría relatarles una grata experiencia de la que fui testigo hace ya dos años, con ocasión de unas prácticas con alumnos de 7o. de E.G.B.. La clase era de ética y en ella nos encontrábamos doce alumnos, la maestra titular y yo como observador y facilitador. Esta experiencia en concreto tuvo lugar cuando ya llevábamos varias sesiones y habíamos comenzado a entrar en una dinámica de grupo más ágil y distendida. Nos encontrábamos trabajando sobre el Capítulo primero de Lisa, en concreto sobre los conceptos de derechos y obligaciones, y como vi que no tenían muy clara la distinción entre ambos, y tampoco cuál era el ámbito de aplicación de cada uno, les propuse reali­zar un ejercicio. Este consistía en calificar ciertas situaciones concretas y determinar si regían en ellas derechos, obligaciones o simplemente privilegios. Las situaciones eran del tipo  «la libertad de expresión es un/una __________________» y ellos debían decidir si es un derecho, una obligación o un privilegios, y luego explicar el porqué de su elección. Era el turno de la maestra, a quien presenté la siguiente situación;  «Es un/una _________________ de los comerciantes cobrar lo que quieran por sus mercancías.» Ella sin dudar un momento contesto que era un deber, que estaban obligados a poner un precio justo. Uno de los alumnos, David, saltó y protestó enérgicamente. No estaba de acuerdo con la respuesta de la maestra. Para él, tal y como estaba formulada la situación, la respuesta sólo podía ser la de que es un derecho pues nadie te puede obligar a que pongas el precio que tú quieras, en todo caso te pueden prohibir que tú cobres lo que quieras. La maestra contraatacó y argumentó que no sería justo cobrar por una mercan­cía determinada más de lo que ésta valga y que los comerciantes tienen la obligación moral de cobrar un precio justo. En este momento David, con gran claridad, mostró que en el fondo la maestra estaba mezclando diferentes criterios y que por ello se daba tal discusión. Según él, estaba claro que estábamos hablando de normas y leyes, de la libertad de acción, de las posibilidades y obligaciones de uno, de lo que esta permitido (derechos) y de lo que se exige (obligacio­nes). Asumiendo estos criterios, para David era obvio que no se puede exigir o determinar todos los precios de un comerciante, si no nos veríamos abocados a una dictadura y el comercio mismo, expresión del libre intercambio de mercancías, desaparecería. Otra cosa (es decir, otro criterio) sería, añadió, que el comer­ciante considerara las consecuencias de su acción y teniendo en cuenta o bien el poder adquisitivo de sus clientes o bien la faceta moral de sus acciones, decidiera cobrar más o menos por sus mercancías. No vamos aquí a discutir la corrección o no de la respuesta de David, sólo quiero hacer notar lo adecuado de su razonamiento en cuanto a distinguir criterios y no confundir los distintos marcos de referencia. Esto mismo fue percibido por la maestra, quien no dudó en reconocer su error y rectificar y corregir sus argumen­tos. Obviamente, se podría objetar a David que la libertad absoluta en los precios o la falta de control podría llevar a otro tipo de dictadura, etc.., pero todo ello no invalida el mérito de descubrir las flaquezas del razonamiento de su maestra.
            Además, en una sesión posterior, y durante una discusión similar acerca de si el director de la Telefónica tiene la obligación, el derecho o el privilegio de cortar la línea a una persona que no paga las cuentas, la maestra utilizó como criterio en la discusión el razonamiento elaborado días antes por David.        Luego aquí nos encontramos con un doble refuerzo de la visibili­dad. Primero cuando la maestra reconoce su error y admite que David tiene razón, valorando y estimando las opiniones y los conocimientos por éste demostrados. Un segundo momento, cuando recuerda el razonamiento de David, dándole así la categoría de «argumento de autoridad», y potenciando a posteriori su autoes­tima.
             Este no es más que un ejemplo, un botón de muestra de las múltiples ocasiones en que, a través del diálogo, de los ejer­cicios y de las discusiones se puede potenciar y desarrollar un buen nivel de atención y de presencialidad de todos y cada uno de los participantes. Me resulta imposible mostrar con fidelidad el grado de complejidad, de abundancia y riqueza de diálogos que he llegado a disfrutar con niños de diferentes edades a lo largo de las distintas experiencias que me ha deparado el uso de este progra­ma. A lo único que me atrevo es a invitarles a descubrir por ustedes mismos sus múltiples posibilidades y así, al mismo tiempo que disfrutan de una gratificante experiencia, descubrirán un método que facilite su labor a favor del desarrollo de una buena autoestima.
            COMO CONCLUSION  me gustaría recalcar el hecho de que no basta con una buena intención ni tampoco con buenas ideas, es fundamental elaborar programas y proyectos quew, conjugando aspectos prácticos y teóricos, favorezcan el desarrollo de una buena autoestima. En este sentido me gustaría terminar con una última anécdota que viví siendo tutor de unos alumnos de Magiste­rio en periodo de prácticas. Estando de visita en uno de los colegios tuve la posibilidad de charlar largo y tendido con los maestros titulares, y ellos me fueron contando la serie de problemas que los niños tenían y las medidas que habían tomado para solventar­los. Las actividades y los ejercicios que realiza­ban, sobre todo para resolver los problemas de seguri­dad en sí mismo, de confian­za, etc. eran todos muy buenos y de gran utili­dad. Pero, mientras me ibán comentando cuáles eran los problemas que cada niño tenía, llamaban a los propios niños, me los enseña­ban y, delante de ellos, comentaban sus defectos y sus problemas. Así pude enterarme que tal chico era un desastre y que no se podía hacer nada con él, o que tal otro era un cielo, pero que estaba un poco mimado y consentido y que eso lo estropeaba un poco, etc. No creo que el hecho de comentar delante de ellos todos sus problemas, pero como si ellos no estuvieran presentes, sea una medida adecuada para favorecer su autoestima. De entrada se descuida uno de los princi

pios fundamentales ya comentados: La visibilidad psicológica. Pero además, dudo que el dar por imposi­ble a un niño o el enjuiciar su carácter como un todo sin matiza­ciones sea realmente beneficioso para el propio niño.

            Por ello, reafirmando la necesidad de una buena conjunción entre teoría y práctica, entre contenido y método, me atrevo a decir que tanto por la metodología como por los objetivos que se marca el progra­ma de Filosofía para Niños, nos encontramos ante una propuesta que no sólo cumple con los requisitos básicos para facilitar el desarrollo de la autoes­tima, sino que, más bien, supone un beneficioso y valioso proyec­to de educación para el crecimiento del nivel de autoestima.
BIBLIOGRAFIA DEL PROGRAMA DE FILOSOFIA PARA NIÑOS
LIPMAN, MATTHEW & SHARP, ANN M. Growing up with Philoso­phy. Philadelphia: Temple University Press, 1978.
LIPMAN, MATTHEW,  SHARP, ANN  M. & OSCANYA, F.  Philoso­phy in the Classroom.  Philadelphia: Temple University Press, 1980.
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M. LIPMAN & ANN. M. SHARP, How Are Values to Be Taught? in Ethics in Education (Ontario Institute for Studies in Education), Vol 9, No. 2, November 1989.
LIPMAN, MATTHEW. La utilidad de la filosofía en la
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[1]Borrador inédito. Madrid 1999.
[1]Profesor titular de E.U. de la Universidad de Alcalá
    [1]VALLS FERNANDEZ, F., Autoestima y rendimiento escolar ¿Es posible elevar el nivel de autoestina del alumno?, Almotacín, Univ. de Granada, Almería, No. 11 y 12, Enero Diciembre, 1988, p. 27-8.
    [1]Curiosamente en el diccionario de Psicología de Rioduero ni siquiera dan cabida a la voz Autoestima.
    [1]Diccionario de Educación , Santillana, Madrid, 1984.
    [1]op. cit.  p. 26
    [1] NATHANIEL BRANDEN, Cómo mejorar su autoestima, <How to Raise your Self-Esteem>, Paidós, Barcelona, 1989.
            –  El respeto hacia uno mismo <Honoring the Self. The Psychology of Confidence and Respect (1983)>, Paidós, Barcelona, 1990.
    [1]p. 11.
    [1]p. 21
    [1]  El respeto hacia uno mismo, p. 23.
    [1]El respeto hacia uno mismo p. 38.
    [1]Como mejorar su autoestima, p. 150.
    [1]Como mejorar su autoestima, p. 31.
    [1]  NATHANIEL BRANDEN, Como mejorar su autoestima,  p. 45.
    [1]Como mejorar su autoestima, p. 113.
    [1]El respeto hacia uno mismo  p. 89.
    [1]  Como mejorar su autoestima, p. 136.
    [1]   DEARDEN, R. F. y otros, Educación y desarrollo de la razón. Formación del sentido crítico., Narcea, Madrid, 1982, p. 426-7.
    [1]op. cit.  p. 26.
    [1]NATHANIEL BRANDEN, Como mejorar su autoestima, p. 13.
    [1]NATHANIEL BRANDEN, Como mejorar su autoestima, p. 12.
    [1]Como mejorar su autoestima, p. 13.
    [1]NATHANIEL BRANDEN, El respeto hacia uno mismo, p. 167.
    [1]El respeto hacia uno mismo, p. 164.
    [1]LIPMAN,  MATTHEW. El papel de la filosofía en la educación del pensar. Diálogo Filosófico. N.9, Madrid, 1987, p. 346.
    [1]  op. cit.  p. 353.
    [1]  op. cit. p. 350.
    [1]cif. ANN, M. SHARP, What is a «Community of Inquiry?», Montclair State College, p. 24.
    [1] ANN, M. SHARP, What is a «Community of Inquiry?», Montclair State College, p.25.
    [1]  RONALD REED, Talking with Children, Arden Press, Denver, 1983, p. 87.
    [1]  M. LIPMAN & ANN. M. SHARP, How Are Values to Be Taught? in Ethics in Education (Ontario Institute for Studies in Education), Vol 9, No. 2, November 1989.
    [1] M. LIPMAN, Critical Thinking; What Can It Be?, in Educational Leadership, Vol. 46, N. 1, Sep. 1988, p. 41.
    [1] ANN, M. SHARP, The Community of Inquiry; Education for Democracy, Montclair State College, p.3.
    [1] ANN, M. SHARP, The Community of Inquiry; Education for Democracy, Montclair State College, p. 5.

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