El último domingo de 2010, 26 de diciembre, se ha muerto Matthew Lipman, el creador de filosofía para niños. Tenía 87 años, vivía en un asilo y estaba con su salud ya bastante debilitada. En los últimos años podía trabajar mucho menos de lo que deseaba, pero lo suficiente para publicar su autobiografía (A life teaching thinking, IAPC, 2008) y para dar una entrevista a David Kennedy a propósito de la muerte de Ann Sharp (Ann Sharp’s contribution: a conversation with Matthew Lipman), publicada en Childhood & Philosophy (Vol. 6, N. 11, 2010)1. Detalles de su vida pueden encontrarse en su autobiografía, escrita con honestidad y pasión. Hijo de inmigrantes del este europeo, Matthew Lipman nació en Vineland, New Jersey, pasó sus dos primeros años en Philadelphia y luego vivió su infancia en Woodbirne, una pequeña ciudad de dos mil habitantes integrada mayoritariamente por agricultores rusos inmigrantes a los Estados Unidos en el pasaje del siglo xix al xx.
La abuela paterna, rusa, de Lipman, Baba, llevó la familia para Estados Unidos, después de andar por Alemania y Siberia. En Alemania nació el padre de Lipman, Wolf, quien era maquinista, a diferencia de la mayoría de sus hermanos que eran agricultores. En sus frecuentes visitas a su taller, Lipman alimentó un gusto por los asuntos prácticos que afirma haber conservado para el resto de su vida. Su madre, Sophie Kenin, de familia lituana, nació en Philadelphia y dejó de trabajar como costurera en una fábrica de ropa cuando nacieron sus hijos, con quienes hablaba inglés (con sus padres lo hacía en idish). Lipman recuerda sus frecuentes sueños por volar cuando todavía no había cumplido los dos años, su aburrimiento en la escuela, con excepción de las clases de literatura y el poco sentido de las lecciones de hebreo en la escuela judía, que de todos modos le permitió pasar el rito del bar mitzvah. Vio por primera vez la palabra ‘filosofía’ a los 19 años. Un test sugirió que debía estudiar ingeniería pero no pudo pagar los costos de la carrera.
Eran tiempos de la segunda guerra: a los 20 años, después de haberse voluntariado sin éxito para la fuerza aérea por sus problemas de vista, entró en el ejército. Como militar pudo lo que su condición económica no le había permitido: estudió primero dos semestres en la Universidad de Standford en California y, una vez terminada la guerra, otros dos semestres en una de las dos universidades estadounidenses creadas en Europa, la de Shrivenham, cerca de Londres. Para ese entonces ya había leído una antología con textos de Dewey y la Ética de Spinoza. El primer curso de filosofía, ya con 22 años, lo llevó a visitar la casa de Hume en Escocia y a sentir más nítidamente que ese también era su lugar. El fin de la guerra le dio algunas medallas y la posibilidad de estudiar durante cuatro años en los que Lipman se doctoraría en el lugar que tanto había deseado estar: la Universidad de Columbia en New York. Conoció personalmente a su principal inspirador, John Dewey, cuando este ya se había retirado de la vida académica. Su director de tesis fue Meyer Schapiro 1 Periódico del ICPIC. Cf. http://www.periodicos.proped.pro.br/index.php? journal=childhood y una beca Fullbright le permitió estar dos años en París y así re-escribir su tesis, tras una frustrante defensa que le hizo sentir en la piel por primera vez las miserias de la vida académica. En ese viaje conoció a Wynona Moore,negra, con quien compartía inquietudes filosóficas y políticas y con la que se casaría en 1952 en París. El matrimonio duró 22 años. Wynona se tornaría militante del partido Demócrata por el que senadora en el Estado de New Jersey durante 30 años a partir de 1970. De vuelta a Estados Unidos, Lipman fue profesor de la Facultad de Farmacia en la Universidad de Columbia. En esos años cincuenta conoció a Justus Buchler, su mayor influencia filosófica junto a Dewey. También en esa década nacieron sus dos hijos: Karen en 1959 y Will en 1960. En esa misma época, Lipman se muda a la pequeña ciudad de Montclair, en el Estado de New Jersey, muy próxima a New York donde todavía trabaja. Ve entonces el surgimiento de su interés más profundo por la educación y por la infancia, que no asocia al nacimiento de sus hijos sino a la lectura de un artículo de Hannah Arendt (“Reflections on Little Rock”, en Dissent, 1959) que Lipman considera tremendamente conservador en tanto defiende el control familiar y no social de la educación y desconsidera los derechos sociales de los negros en favor de intereses nacionales. Comienza a pensar en su propia educación y en la necesidad de un cambio profundo de vida. Organiza una exitosa exposición de Arte en New York. Gana confianza en sí mismo. La lectura de la experiencia escolar de Summerhill no lo impresiona profundamente, pero sí lo hace una visita a una exposición de producciones artísticas de niños y niñas de esa escuela. Comienza a especular sobre la capacidad de los niños no sólo para sentir sino también para pensar. Las revueltas en las universidades en el 68, que Lipman ve negativamente, lo hacen pensar en una necesaria y urgente reforma, teórica y práctica, del sistema educacional en todos sus niveles. Lipman se ve a sí mismo como Platón en los primeros libros de La República. Toma forma la necesidad de crear una historia, que tanto niños como adultos pudieran leer. Lo hace en 1967: El descubrimiento de Ari Stóteles. Lipman se siente un creador, un innovador, incluso respecto de Dewey. Para Lipman, Dewey podría haber creado un currículo que llevase a la práctica su idea de la educación como
investigación tomando como modelo la investigación científica.
Pero no fue tan osado. El descubrimiento de Ari Stóteles era para Lipman una verdadera introducción a la filosofía, tanto para niñas y niños como para sus maestras y maestros. Cada capítulo era dedicado a una materia: la educación, la religión, el arte, cada uno de ellos conteniendo así una diferente “filosofía de…”. No era un libro sobre filosofía sino que era filosofía tal y como Lipman la quería ver recreada en la vida educacional de sus lectores. En 1969 imprime una primera versión de Ari y en 1970 coordina, con dos asistentes, una primera experiencia en una escuela pública de Montclair. La experiencia, de 2 sesiones por semana de 40 minutos, durante 9 semanas, o sea, 18 sesiones en total, resulta alentadora en términos del crecimiento lógico de los alumnos, que Lipman mide mediante un test y asesoría de un especialista. Lipman se transfiere de Columbia a Montclair State, donde encuentra mejores condiciones institucionales para lanzar su proyecto. Conoce a Ann Sharp, con quien pasa a trabajar en equipo buscando el reconocimiento de la academia filosófica y dinero para desarrollar su idea y llevarla a las escuelas. En 1975 realiza el primer trabajo de formación de maestras y los resultados exigen una reformulación y muestran la necesidad de poner mucha energía en esa dirección. Al mismo tiempo, Lipman y su equipo diseñan un manual para Ari y comienza a escribir las otras novelas que irán complementando el programa. Comienzan los seminarios intensivos de formación, primero en Rutgers, y después en Mendham. Algunas intervenciones en los medios y un filme producido por la BBC dan gran repercusión al programa, primero en los Estados Unidos y luego en el exterior. Personas del mundo entero se interesan por la philosophy for children y comienza su “diseminación” en otros países. Lipman destaca aventuras impensadas, como en Nigeria y México; su encuentro con personalidades contrastantes, como Paulo Freire y Taraq Aziz; logros impensados, como la nominación de Profesor Honorario en su Universidad, el pedido para guardar sus archivos en la Biblioteca de la Universidad de Southern Illinous, junto a los de Dewey y otros pragmatistas; sus desencuentros y encuentros con organizaciones como la APA y la UNESCO. Narra también algunos golpes personales duros: la muerte de su hijo Will por un linfoma a los 24 años, la propia enfermedad con el avance del Parkinson, la sorpresiva muerte de su segunda esposa Teri, treinta años más joven, mística cristiana, por un inexplicado mal suministro de medicamentos. Recientemente, la muerte de Ann Margaret Sharp debe haber significado también un gran dolor. Sin dejar que termine el mismo año de la muerte de su compañera filosófica, se ha muerto Matthew Lipman, tal vez un poco más solo de lo que su entrega por los otros parecía merecer. Se ha muerto Matthew Lipman. Se ha ido un filósofo y educador comprometido y coherente en llevar hasta las últimas consecuencias sus ideas, obstinado por “hacer algo”, frente a un mundo injusto. Y ese algo fue nada menos que un currículo completo para hacer de la práctica de la filosofía una realidad educacional para niñas y niños tan pequeños como los que ingresan a las escuelas.
Dejó también una significativa obra teórica que fundamentó su programa y sus perspectivas sobre la educación. En las últimas páginas de su autobiografía se pregunta si su intento ha tenido éxito. No duda en responder afirmativamente. Sostiene, que una vez instalada en los currículos de la enseñanza fundamental, la filosofía permanecerá allí por mucho tiempo, porque aunque puedan aparecer otros programas de filosofía diferentes al suyo, u otras perspectivas filosóficas además de la suya, ninguna disciplina puede hacer lo que la filosofía hace. Ese es el legado de Matthew Lipman y el de su fundación, sólida y abierta al mismo tiempo, y que excede ampliamente la forma específica que diseñó y luchó para ver la filosofía practicada en las escuelas. Por sobre todas las cosas, se ha muerto un gran tipo, una persona íntegra. Personalmente tuve la suerte y el privilegio de experimentar la inmensa generosidad, personal e intelectual, de que Lipman era capaz. Lo conocí en 1993 en uno de los cursos intensivos de Mendham. Después, fui su asistente en Montclair, mientras escribía mi tesis de doctorado por él dirigida. Era, de hecho, su primera experiencia como director de una tesis. No pudo ser más abierto y colaborador en ese proceso. Mi entusiasmo y compromiso con su idea fueron siempre crecientes, al mismo tiempo en que creció, en los últimos años, una necesidad de recrear esa idea sobre nuevas bases prácticas, metodológicas y teóricas. En eso trabajo. Se ha muerto Matthew Lipman, el creador de filosofía para niños. Seguramente, diversos homenajes serán realizados en muchas partes del mundo. Su obra continuará siendo practicada, estudiada y discutida en el mundo entero. Y lo que, tal vez a él le resultaría más gratificante, sus novelas continuarán siendo leídas por niñas y niños en los más diversos idiomas y sus manuales seguirán siendo consultados por docentes en busca de un sentido filosófico para su práctica. Unas y otros continuarán dando lugar a las más diversas indagaciones filosóficas. Se ha muerto Matthew Lipman y con él, un pedazo importante de la historia de la relación entre la infancia y la filosofía. Una y otra están tristes, como todos los que tuvimos el gusto de conocerlo. Pero una y otra también están alegres, como también estamos todos los que a partir de Lipman las pasamos a ver de otra manera. Es que, después que él se metió en nuestras vidas, ya nada ha sido de la misma manera. Todo se ha vuelto, en cierta manera, más infantil y, de otro modo, más filosófico. Todo se ha vuelta más infantilmente filosófico, o filosóficamente infantil. Todo gracias a Matthew Lipman. Muchas gracias, Mat. Walter Omar Kohan, Río de Janeiro, 04 de enero de 2011. PD: A modo de presente de despedida, va esta historia que me ha hecho llegar un compatriota tuyo, Jason. Creo que te gustará, porque muestra la fuerza de la infancia y porque es un canto a la solidaridad, el amor y la fraternidad que tanto apreciabas. Esta curiosa historia sugiere que al ofrecer nuestra amistad a alguien que no conocemos, fo
rtalecemos nuestro vínculo fraterno con toda la humanidad. Una vez buscando los pequeños objetos y los minúsculos seres de mi mundo en el fondo de mi casa en Temuco, encontré un agujero en una tabla del cercado. Miré a través del hueco y vi un terreno igual al de mi casa, baldío y silvestre. Me retiré unos pasos, porque vagamente supe que iba a pasar algo. De pronto apareció una mano. Era la mano pequeñita de un niño de mi misma edad. Cuando acudí no estaba la mano porque en lugar de ella había una maravillosa oveja blanca. Era una oveja de lana desteñida. Las ruedas se habían escapado. Todo esto lo hacía más verdadera. Nunca había visto yo una oveja tan linda. Miré por el agujero, pero el niño había desaparecido. Fui a mi casa y volví con un tesoro que le dejé en el mismo sitio: una piña de pino, entreabierta, olorosa y balsámica, que yo adoraba. La dejé en el mismo sitio y me fui con la oveja. Nunca más vi la mano ni el niño. Nunca tampoco he vuelto a ver una ovejita como aquélla.
La perdí en un incendio. Y aún ahora en este 1954, muy cerca de los cincuenta años, cuando paso por una juguetería, miro aún furtivamente a las ventanas. Pero es inútil. Nunca más se hizo una oveja como aquélla. Yo he sido un hombre afortunado. Conocer la fraternidad de nuestros hermanos es una maravillosa acción de la vida. Conocer el amor de los que amamos es el fuego que alimenta la vida. Pero sentir el cariño de los que no conocemos, de los desconocidos que están velando nuestro sueño y nuestra soledad, nuestros peligros o nuestros desfallecimientos, es una sensación aún más grande y más bella porque extiende nuestro ser y abarca todas las vidas. Aquella ofrenda traía por primera vez a mi vida un tesoro que me acompañó más tarde: la solidaridad humana. La vida iba a ponerla en mi camino más tarde, destacándola contra la adversidad y la persecución. No sorprenderá entonces que yo haya tratado de pagar con algo balsámico, oloroso y terrestre la fraternidad humana. Así como dejé allí aquella piña de pino, he dejado en la puerta de muchos desconocidos, de muchos prisioneros, de muchos solitarios, de muchos perseguidos, mis palabras. Esta es la gran lección que recogí en el patio de una casa solitaria, en mi infancia. Tal vez sólo fue un juego de dos niños que no se conocen y que quisieron comunicarse los dones de la vida. Pero este pequeño intercambio misterioso se quedó tal vez depositado como un sedimento indestructible en mi corazón, encendiendo mi poesía. Pablo Neruda, Isla Negra, 1954 Fuente: http://www.educar.org/articulos/Neruda.asp